sábado, 19 de noviembre de 2011

Cinco


Cuando yo subí ya estaba ahí. Pero no estaba con ninguno de nosotros. En líneas generales podía decirse, que a pesar de su arrolladora  presencia, estaba ausente. Tenía un semblante robusto, aclarados por las canas, mas protagonistas de sus facciones que sus propios rasgos. Llevaba consigo la porte de un profesional de lo apasionante. Nada de ciencias frías, ni exactas, o tal vez sí. Pero de las creativas. Llevaba dos libros entre sus manos, uno de ellos tal vez, el que llevaba apretado contra su pecho, podría ser una agenda, o un cuaderno, pero en mi mente observadora, y en mi atención cautivada, eso no era importante.

Leía un libro que no me interesaba cuál era. Y encontré a su diestra, un modesto hueco en donde reconfortarme de su silenciosa compañía. Una llamada de agradable tono, en salutación por el cumpleaños de quien preferí suponer sería un amigo muy querido, interrumpió mi diálogo interno, que se había vuelto fecundo desde que mis ojos lo encontraron. 

Creyendo que iba a bajar, hice un ademán solícito y silencioso, mostrándole una amable disposición a facilitarle su partida. Me agradeció gustoso, cómplice de esa amabilidad propia de los que llevamos el placer de la lectura en las venas. O al menos así lo imaginé yo, y me fué suficiente para creerlo sin esfuerzos, y naturalmente, disfrutarlo.

Me sonrío, se sonrió, me agradeció, y respondí gustosa, disfrutando de esa compañía que se había tornada cómplice y amistosa sin decir palabra que lo sellara. Volvió su atención al libro, y sin siquiera moverse, con su codo me instó a hacer lo mismo, y retomar mi reciente y suspendida lectura.

Su compañía me inspiró a perderme en la lectura, como una niña sedienta al agua luego de una tarde completa de recreación deportiva. Y nos acompañamos así, sin mirarnos, y sonriendo. En un silencio que no nos molestaba, y además, nos unía. Tal vez nos transportamos quietamente a salas de lectura, de corte sobrio, y en gamas de tres colores. Con sillones cómodos, que se amoldaban serviciales a nuestras espaldas que se apasionaban en no cambiar de postura, como si de eso, dependiese cada detalle imperdible de la lectura.

"Ahora Sí", y me sonrió con su gran sonrisa amable, que protegía de las inclemencias del mundo bajo un tupido bigote entrecano, que acompañaba cada movimiento de los labios gruesos naturalmente, o engrosados por la edad. Entendí que ahora sí, solicitaba la comodidad -difícil en esa circunstancias-,que hacía varias hojas atrás le había ofrecido para poder bajarse del colectivo. Me saludó, con toda esa cortesía y amabilidad de caballero que pude deducirle en mi primera impresión, que fue innegablemente positiva.

Perdí la atención en el movimiento repentino de todas esas personas que bajaron en aquella parada. Y lo reencontré lejano, caminando solemne y concentrado. Con su piloto gris, que no ostentaba lo suficiente para suponerlo abogado, pero que derrochaba estilo y elegancia (a falta de los típicos parches del bohemio en los codos de sus prendas), excesivas para un simple literato, aunque tal vez, si de alguno de carrera y prestigio adquiridos.¿Psicólogo tal vez?. ¿Cómo saberlo?. Y volví una última mirada hacia su figura, ya lejana y medio perdida en la niebla suave y gris que generaba la noche de Buenos Aires, que en tan pocas horas, con tantas sensaciones me había embargado.

Lo último que aprecié, fue su manos acomodando unos cigarrillos en la solapa derecha de su piloto oscuro, que tal vez no eran tales, y solo se trataba de una agenda o de un libro pequeño, de esos que nos pueden acompañar en cualquier rincón de la ropa, o de la cartera. Y lo dejé irse. Sin mas. Con la satisfacción del momento compartido, que sospecho, tampoco le habrá pasado desapercibido.





0 comentarios:

Publicar un comentario

 

La Vida Sin Techo | Desenvolvido por EMPORIUM DIGITAL